Epígona en caída
libre
Esta
vez
me
pariré
de
propia matriz saldré a mi luz
naceré
de nuevo
desacordonada
empapada
sólo del humus que soy.
Me iré un tiempo a vivir. Tengo un pasaje
sin escalas a otro mundo epitelial, flamígero, eólico, impar.
Voy directo a desfragmentarme en una
excepción, y por lo que dure esa breve eternidad, llevaré una lámpara encendida
entre las manos para aprender desde la yema de los dedos como se ha de caminar sobre las
piedras de un volcán.
Como una impávida espartana dormiré a
cielo abierto hasta que la incertera Artemis que me habita envié desde mis
propias venas la señal para aquietarme en el refugio límbico de Crates.
Tomaré
ciertos desvíos, sí, me desviaré haciendo caso omiso a cualquier trampa o
artificio. Iré descalza y a tientas siguiendo el aroma a luz suave que deja el pabilo
lento, las trazas incandescentes de las últimas chispas (las últimas chispas?).
Me
cortaré un mechón de pelo, buscaré algo de tierra fértil y secretamente lo
sembraré con sumo cuidado dentro de una vieja guitarra. Los raros bucles que de
allí crezcan se atarán solos al clavijero, cabelloscuerdascriaturas que
desenroscadas recorrerán todo a lo largo la tensión diapasónica a la espera de
que ciertos dedos me transformen en inciertas notas musicales. No esperaré
resultados. Sólo vibraré. Casi será primavera.
Me
alejaré de las siniestras telarañas del cálculo. Fundaré mis pasos en un
sincero involuntariado.
Divinizaré
mis intemperies.
Llevaré
un sombrero que será la extensión de mi aura venenosa.
Permaneceré largamente suspendida al
borde de cautivantes cornisas hasta que algunas gotas de lluvia me vuelvan a
recordar que no soy intangible. Y si el agua insiste en caer intensa y
desproporcionada, sacaré del bolsillo una hilacha transparente con la que me
ataré de un gran árbol ramoso. Trepada a su copa, en lo alto y soberano del
verdecer, olvidaré cualquier propensión a los naufragios.
Si lo fugaz y la estrella pasaran ante
mis ojos, no dudaré en nadar por el aire hasta hacerme una con el destello.
Nereida narcotizada, seré lo que vea, me volveré lo que mire. Mis ojos dictarán
de ahora en más los contornos de mi ontología.
No podré caerme, claro está, porque la
mayor parte del tiempo no tendré los pies sino en la cabeza y la cabeza en los
pies, o porque seré arte y parte de una extraña condición levitativa, o porque
me llevará la vida inescrupulosamente en andas, o porque quedaré prendida de la cola de arcoiris
de un cometa vagabundo.
Haré el amor a la deriva, en plazas
públicas, bajo disfuncionales faroles titilantes, sobre los erosionados
mármoles de las escaleras universitarias, en los asientos invisibles de algún
colectivo cansado de girar por los mapas de los suburbios, amparada por un
cielo indeleble donde el viento sonará como un aria, en las callejas neblinosas
cuando el primer rayo de sol se anuncie con el trino de algún pequeño pájaro
citadino.
En cuanto los cascabeles desafinen y se vuelvan puro cansancio de sonar, me buscaré un pantano donde aullar en paz hasta que
indefectiblemente me pierda junto con mi voz.
Acariciaré a los perros callejeros. Les
contaré los saltos de sus pulgas. Seguiré a los gatos solitarios hasta sus
escondites y dormiré con ellos despreocupadas siestas barrocas.
Sí, me volveré animal.
Todo lo que toque transmutará en
instinto, o en oráculo, o en risa, o en color.
Me saldré de control insolentemente.
Desmarcada. Fugitiva. Otra. Otras.
Finalmente seré un jubiloso enigma
inaccesible.
Tal vez en ocasiones llore. Tal vez me
vuelva aún más insomne.
Tal vez hasta tenga miedo. Tal vez me
olvide de que existen los timones.
Tal vez hasta me vaya recordando. Tal vez
pierda la memoria de los rayos fríos.
Tal vez el silencio me golpee. Tal vez no
salga ilesa de entre tanta agitada travesía.
Algo arderá bajo el puente que deje a mis
espaldas. No daré un paso atrás, aún si la muerte me espera antepuesta (después de todo, qué más da... siempre la muerte me llevará la maldita delantera).
Seré presa fácil de finas pasiones que
sepan hablarle a mi ombligo en su exclusivo dialecto. No aceptaré otros
idiomas, ni lenguas, ni arbitrios. Estaré asignada, y sólo así aceptaré que
vuelvan a mí las fatalidades, los designios, las magnitudes. Me erigiré protagonista de mi propia tragedia, mi propio corifeo griego, mi perdición y mi
salvación.
Luego estará siempre él, hechicero de Obsidiana.
Beberé helados de limón mientras él come
frutillas de mi entrepierna. Me untaré la cara con su crema seminal mientras
jugamos guerras que eviten otras guerras. Caminaré desnuda sólo alrededor de su
perfecta cabeza. Lo veré dormir y será el tiempo reservado a lo sublime. Besaré con celos las sábanas que lo rocen.
Dispondré el borde de mi blanda crátera en su boca. Bailaré danzas turbias dibujando en
el aire, con la tinta que emane de mi pubis oscuro, las letras de su nombre.
Seré inclemente. Sí, seré absolutamente inclemente. Sobre su piel afín dejaré al irme un manuscrito sin edad. En
su tapa de cuero coralino todos los títulos serán posibles: bastará que él imagine uno
con toda el hambre vehementísima de su sangre para que las palabras aparezcan allí, víctimas de un maleficio de pulsos que provoca
invocadas realidades una trás otra. El hablará y la palabra se hará, callará y la palabra huirá.
Deberé decirle que todo podría ser una caída.
Lo sé. Lo sabrá.
Si viene, lo tomaré de la mano, fuerte.
Lo invitaré a caer conmigo. No, no diré nada, ya lo sabe.
Caída Libre. Desalada.
No habrá después.
Gabi Romano
Del poemario "Desértica" (s/d).
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